Por: por José Luis Pardo
Fuente: El Cultural.es
Es curioso lo que sucede con el tiempo. Puede alojarse en una pequeña imagen en una cantidad desorbitada. Y esa imagen, a su vez, puede mantenerse oculta por décadas en un pliegue minúsculo de la memoria, sin dar señales de vida. Un buen día, algo la reaviva, la desencadena, y toda su carga acumulada se libera arrastrando con ella la propia biografía y un sinnúmero de fragmentos de historia y de poesía de cuya existencia no se tenían más que noticias vagas, que empiezan a importunar y a requerir atención hasta imponerse completamente. La imagen que dio lugar a este libro -la portada del Sergeant Pepper’s Lonely Hearts Club Band-es muy conocida, pero desde que impresionó mi retina hace casi cuarenta años no había vuelto a reparar en ella (nunca tuve una copia en mi casa) hasta que, por causa de un libro del cual éste es en parte la secuela, la contemplé de nuevo asombrado y perplejo(…); allí estaban, junto a Lennon, McCartney, Harrison, Starr y sus figuras del museo de cera de Madame Tussaud, escritores como Poe, Huxley, H.G. Wells, Bernard Shaw, Lewis Carroll o Wilde, pensadores como Marx o C.G. Jung, políticos del XIX como Robert Peel (el padre de los “Bobbies”), numerosos líderes espirituales y religiosos orientales, poetas como Dylan Thomas, músicos como Stockhausen, actrices como Mae West, Marlene Dietrich y Marilyn Monroe, artistas plásticos como Richard Lindner o Wallace Berman, actores como Stan Laurel y Oliver Hardy, científicos como Albert Einstein y un boxeador tan célebre como Sonny Liston; incluso estaba Hitler, aunque no se le podía ver (…).
Cuando se contraponen las imágenes de la “cultura popular” a las construcciones problemáticas de la alta cultura o de las Bellas Artes, (…), no solamente se confronta lo vulgar a lo elevado, sino también la mentira con la verdad. Según suele admitirse, esta fue también la razón por la cual Platón expulsó de la República a los poetas, e incluso por la cual sacó de la caverna a aquellos condenados que estaban en ella hipnotizados por las imágenes proyectadas en la pared. Imágenes mentirosas (porque sus espectadores las confundían con la verdad) y sedantes (porque con ellas, y sin saberlo, mitigaban su imposibilidad de acceder -a causa de sus cadenas- a la realidad o, en otras palabras, se ocultaban su propia ignorancia). Demasiadas veces se ha comparado la proliferación de estas imágenes con las que contemporáneamente ofrece la cultura popular: de estas se dice igualmente que son “consoladoras” y “engañosas”, que han ocupado el lugar de las estampitas con las cuales en otro tiempo la Iglesia suministraba al pueblo el opio espiritual necesario para consolarse (imaginariamente) de sus sufrimientos (…). Claro que, en 1967, al mismo tiempo que el álbum de los Beatles (…), se publicaba en la Revue de Métaphysique et de Morale de París un artículo de Gilles Deleuze titulado Invertir el platonismo. En él se reparaba entre otras cosas en que el hecho de que estas imágenes se sitúen en una caverna o en un sótano no es en absoluto casual sino que, a pesar de que su contenido manifiesto pueda ilustrar un “paraíso artificial”, su forma latente o profunda expresa su “carácter demoníaco” (…). Cuando los productos de la cultura popular alcanzan el umbral en el cual sobrepasan el lugar que la división social les asigna y se imponen más allá de toda frontera de prejuicios, es un señuelo casi irresistible el de intentar sancionarlos desde el punto de vista crítico. Este intento se llevó a cabo, en su día (y sigue llevándose hasta hoy), de dos maneras: por una parte, se pretende otorgar a estos productos una legitimación estética, aplicándoles los cánones de la “alta cultura”, lo cual, en general, resulta bastante penoso (…). El fracaso de estos intentos conduce entonces a ensayar una legitimación moral de los mismos, considerándolos como obras de protesta, de denuncia o de testimonio (lo cual haría perdonable su fealdad estética), cosa que no resulta menos patética (…); algunos críticos de arte popularizaron un discurso (que a veces hoy se repite sin notar ya su incongruencia) según el cual las serigrafías de Marilyn, la caja de jabón Brillo o el bote de sopa Campbell’s de Andy Warhol constituían “una demoledora crítica” de la alienación propia de la “sociedad de consumo”; en vano, porque Andy Warhol no se cansaba de repetir por todas partes (…) que lo que simplemente deseaba, y conseguía, es que se le pagase -muchísimo- por nada. Asimismo, Fixing a hole o Lovely Rita no eran llamadas a la integración de las masas explotadas en las organizaciones políticas reformistas o revolucionarias y, en algunos temas aparentemente inofensivos como el genial She’s Leaving Home, se percibía un aliento de complacencia con el desprecio a la autoridad en el cual, si algo se respiraba, era más bien un “no, gracias” dirigido a los piadosos esfuerzos de la caridad puritana por ofrecer a los dominados subvenciones a cambio de abstinencia; lo que las masas parecían querer era… nada, simplemente diversión, y la diversión es lo único que no puede comprarse con dinero, según había escrito Paul McCartney. Así pues, es relativamente fácil comprender en qué sentido estos productos de la cultura popular o de masas representan “algo menos” que una obra de arte o una reivindicación política al gusto de la izquierda ortodoxa -no son “bellos” ni “revolucionarios”-, pero no es tan sencillo determinar en qué consiste el “algo más”, esa “nada” que da la impresión de que aquellos que la solicitan piden demasiado.
La portada del Sgt. Pepper’s (…) decía en verdad lo que parecía decir: que Sonny Liston y Stockhausen están exactamente al mismo nivel, que los logros de Oscar Wilde no pulsan una fibra del espíritu jerárquicamente superior a la que tocan los de Marilyn Monroe y que Karl Marx no es por ningún concepto más venerable que Lenny Bruce. ¿Era esto demasiado decir? ¿Una sobredosis o un exceso de igualdad? De acuerdo con las leyes de la naturaleza (que son, en verdad, también las del mercado, las de la historia y las de la tribu), todo tiene una identidad y un destino (los blancos son blancos, hagan lo que hagan, como el jabalí no puede hacer nada para dejar de ser jabalí) y, en este sentido, es equivalente (un blanco es igual que otro blanco y, visto un jabalí, vistos todos), se conforma a su “imagen”. Pero de acuerdo con las leyes de la libertad (que inspiran o deberían inspirar las del Estado y las de la ciudad), ningún ser racional es idéntico ni equivalente a otro; en este sentido, la igualdad de los seres libres no es identidad ni equivalencia, sino igualdad de los inconmensurables, de los incomparables, y no se basa en la equivalencia de los contenidos de sus acciones (cuya diversidad es irreductible) sino en la universalidad de su forma (la libertad). Elvis empezó a cantar canciones de negros porque existían condiciones objetivas para derribar las barreras entre negros y blancos, condiciones que hicieron que los negros se olvidaran de que eran negros y que Elvis o Lennon no reparasen en que eran blancos: ¿no formará parte de la bondad de esas canciones y de su infracción de las reglas del mercado discográfico el que al escucharlas oímos esa regla maravillosa?